martes, 18 de enero de 2011

Relatos de Don Wayne XV

Goyita

Entre el vecindario, alguien debiĆ³ de alertar a Gregorio y Constantina acerca de la catadura de los mozalbetes que alternaban con su hijo. La cosa es que la familia, que en un primer momento habĆ­a visto con alborozo como el niƱo se mostraba mĆ”s sociable, comenzĆ³ a recelar de aquellas compaƱƭas. A su llegada a casa le preguntaban desconfiados donde habĆ­an andado o quĆ© habĆ­an estado haciendo, a lo que el hijo respondĆ­a con un lacĆ³nico:

―Hemos estado por ahĆ­, jugando a pelĆ­culas y dibujando.

Goyita


      La madre acudiĆ³ alborotadĆ­sima al colegio, un vetusto edificio de ladrillo visto conocido como “Las Escuelas Nacionales”; su propĆ³sito era el de presentar una queja y pedir explicaciones a DoƱa Blanca. La maestra le aclarĆ³ que no habĆ­a existido animadversiĆ³n alguna contra el alumno, por el contrario, durante una clase de dibujo, Gregorio, habĆ­a mostrado a la reciĆ©n llegada profesora el cuadernillo en el que acostumbraba a realizar bocetos de animales: elefantes, mapaches, monos, tapires, jirafas… Se trataba de apuntes hechos en ratos perdidos, a lĆ”piz y de memoria, con buen pulso y cierta gracia. DoƱa Blanca, poco acostumbrada a contar entre sus discĆ­pulos con alguno tan bien dotado para el arte, dejĆ³ caer el comentario con la Ćŗnica intenciĆ³n de estimular al joven artista:

―¡Vaya, hombre, pero si tenemos un “Goyita” en clase!

  En una barriada como aquella, tan propensa al mote, la afirmaciĆ³n fue recibida con el alborozo propio de un bautismo. A la maƱana siguiente, en el patio escolar, no habĆ­a compaƱero que no le motejase ya por Goyita. En pocas semanas, el apodo se fue propagando como una mancha de humedad, para acabar ganando cada rincĆ³n del vecindario. Cuando la familia quiso reaccionar, Goyito iba ya camino de quedarse con “Goyita” para los restos.

  La herencia genĆ©tica y el modelo paterno habĆ­an contribuido a hacer de Gregorio un niƱo de facciones algo tristes, lĆ”nguido y discreto, de temperamento tĆ­mido, confiado e ingenuo.

  Al margen de su reconocida habilidad para las bellas artes, el chaval mantenĆ­a un segundo y apetitoso vĆ­nculo con el mundo artĆ­stico: su padre ejercĆ­a como acomodador de cine. El empleo paterno conllevaba la prerrogativa de que, por tratarse de un hijo del cuerpo, contaba, junto con algĆŗn acompaƱante, con acceso franco y gratuito al anfiteatro del Cine “El Siglo”. AsĆ­ se explica que en la populosa barriada un nutrido grupo de mozalbetes mosconearan en torno al chico con la pretensiĆ³n de granjearse su amistad. Hijo Ćŗnico y chavalĆ­n de inclinaciones poco sociales, Goyita solĆ­a acudir en solitario a los pases de pelĆ­culas.

  La familia residĆ­a en un arrabal adosado a los muros de una olvidada fĆ”brica de ladrillos y a unos baldĆ­os en los que una legiĆ³n de cardos y gordolobos resecaban su aburrimiento verano tras verano. Un barrio constituido por un conjunto de edificios de volumetrĆ­a cĆŗbica, en el que los pisos se apilaban unos sobre otros dando lugar a un conglomerado de torres empeƱadas en arrebatarse el sol unas a otras. Una amalgama de calles estrechas, fachadas desportilladas, portales sombrĆ­os y patios de luces maniatados por una maraƱa de tendederos; un reconcentrado nicho urbano capaz de dar cobijo a un aluviĆ³n de familias con origen diverso que se debatĆ­an a diario en el intento por romper el cerco de marginaciĆ³n e incultura al que se veĆ­an sometidas.

  La dĆ©cada de los 70 galopaba veloz; sobre su lomo cabalgaba la Ćŗltima generaciĆ³n de chiquillos de la dictadura camino de convertirse en la juventud contestataria de una transiciĆ³n democrĆ”tica que se desperezaba agitada por los movimientos sociales semiclandestinos que emergĆ­an desde los locales parroquiales. Durante las noches, los televisores iluminaban los hogares con los capĆ­tulos de la serie “Kung-FĆŗ”, en la que un rapado y lacĆ³nico David Carradine encarnaba al monje budista Kwai Chang Caine en su interminable peregrinar por el Oeste norteamericano; este personaje aplicaba como podĆ­a los sabios consejos del anciano Maestro Po, para acabar descalabrando a patadas a cuanto matĆ³n o pistolero se empeƱara en poner a prueba la proverbial serenidad oriental. El tirĆ³n de aquel mĆ­stico fue aprovechado por la industria cinematogrĆ”fica para poner de moda un nuevo gĆ©nero de pelĆ­culas de acciĆ³n: las de artes marciales. Inmediatamente despuĆ©s un actor de ascendencia asiĆ”tica, experto en karate, tomĆ³ el testigo para imponer su autoridad en este tipo de pelĆ­culas: el enjuto y carismĆ”tico Bruce Lee.

  Fue un tiempo breve durante el cual aquellos mĆ©todos de combate se contagiaron a buena parte de las pandillas que maleaban por las barriadas. En los solares y descampados del extrarradio, era frecuente tropezar con corrillos de chavales que se reunĆ­an para reproducir la Ć©pica de aquellos Ć­dolos de la coz y el salto. Los duelos entre espadachines y las escaramuzas contra los pieles rojas eran cosa del pasado. Lo que estaba en auge era “pelear como los chinos”.

  En la barriada de Goyita, el Acisclo y sus compinches no tuvieron rival a la hora de poner en prĆ”ctica el libro de estilo del actor hongkonĆ©s. Hijos incontrolados del proletariado urbano, paseaban por las aceras unos aires dĆ­scolos que tenĆ­an acobardada a toda la chiquillerĆ­a. AlĆ©rgicos a pupitres y libros, su desconfianza hacia las instituciones educativas habĆ­a acabado por llevarlos al abandono de toda disciplina escolar. El Acisclo, el Tote y un gitanillo renegrido apodado “El Pata”, vagabundeaban tan sobrados de tiempo que tenĆ­an decidido dar rienda suelta a sus inclinaciones belicosas empleĆ”ndose con dedicaciĆ³n y tenacidad a reproducir las lecciones que recibĆ­an en pantalla.

  Aventajaban a Goyita en uno o dos aƱos de edad. Acisclo, un muchacho de bozo incipiente y en plena ebulliciĆ³n adolescente, era el cabecilla de grupo. De pelo revuelto, pajizo y deslucido, era fĆ”cil de reconocer por la quebrada cicatriz que le partĆ­a aparatosamente el labio superior. El Tote tenĆ­a la presencia de un cachorro neandertal, un chavalĆ³n de sonrisa algo atontada, reflejos lentos y manotazo contundente. El Pata era un mocoso por cuyas venas corrĆ­a algo de sangre gitana. Era nervudo, pequeƱo de estatura y piel terrosa. La mezcla de unos ojos rasgados, de mirada aviesa y una boca pequeƱa, de labios casi inexistentes, acentuaban en su rostro un aire malicioso. Como secuela de un parto difĆ­cil y mal asistido, arrastraba una pierna algo esmirriada, por lo que cojeaba con la chulerĆ­a propia de un autĆ³mata medio escacharrado.

  Aquella desaliƱada terna cayĆ³ pronto en la cuenta del filĆ³n que conllevaba andar a buenas con Goyita. Se hicieron los encontradizos con el pretexto de salir en su defensa la tarde en que una pareja de gandules montados en bicicleta le mantenĆ­an acorralado contra un portĆ³n de garaje cuando iba camino del cine. La sola presencia de aquel trĆ­pode actuando como valedores del chaval fue suficiente para que los acosadores salieran de estampida. Acisclo rematĆ³ la faena con un comentario autosuficiente:

―¡Bah, esos dos no son mĆ”s que un par de capullos con orejas! Por si acaso esta tarde te acompaƱamos al cine.

  En su candidez y en reconocimiento por el auxilio prestado, el joven dibujante, aceptĆ³ la propuesta. Pasaron la tarde viendo, naturalmente gratis, “La muerte tenĆ­a un precio”. La ocasiĆ³n fue aprovechada para establecer una entente implĆ­cita a partir de la cual a cambio de garantizarle una protecciĆ³n de tintes mafiosos, el chico les invitaba a ver una pelĆ­cula de vez en cuando, una suerte de simbiosis de la que salĆ­an beneficiadas ambas partes. Cuando semanas mĆ”s tarde El Principal estrenĆ³ “Karate a muerte en Bangkok”, el pacto quedĆ³ definitivamente sellado.

  La alianza de intereses se prorrogĆ³ durante meses. Fue una Ć©poca en la que el grupo acudĆ­a al cine con asiduidad. Aprovecharon para ver todo tipo de pelĆ­culas: de catĆ”strofes, de James Boond, del Oeste, Harry el Sucio, bĆ©licas, policĆ­acas… Pero su fanatismo por las pelĆ­culas de lucha oriental les llevĆ³ a hacer lo imposible por no perderse cintas como “La furia china”, “Kung Fu contra los siete vampiros de oro”, “CinturĆ³n  Negro”, “El karate, el colt y el impostor” o “El retorno del DragĆ³n”. Su entusiasmo se vio desbordado cuando con muy poca diferencia de tiempo Bruce Lee regresĆ³ a la gran pantalla con “Furia oriental” y “El furor del dragĆ³n”.

  Cuando no iban al cine, acostumbraban a buscar amparo junto a las ruinosas tapias de la tejera. A la sombra de la ciclĆ³pea chimenea troncocĆ³nica, repetĆ­an sin desfallecer todo el repertorio de gritos, golpes, giros y saltos que habĆ­an visto ejecutar al hĆ©roe. Acisclo, Tote y el Pata, apretaban los dientes y entrecerrando mucho los ojos intentaban achinar la mueca. Con los brazos colocados delante de la cara, movĆ­an las manos hacia los lados en actitud de concentrada defensa. Luego, tras un grito de ataque, se convulsionaban como epilĆ©pticos acometiendo con furor en frenĆ©ticas embestidas, katas, encontronazos y placajes. El fervor por la pelea les llevaba a prescindir de cualquier connotaciĆ³n filosĆ³fica o moral en la disciplina de la lucha para aplicarse exclusivamente en el expeditivo arte de “meter hostias”. En su monomanĆ­a aquellos guerreros del Saholin llegaron a pertrecharse de bastones, katanas y nunchakus de manufactura artesanal con los que hacer mĆ”s convincente su representaciĆ³n.

  Aquellos entretenimientos ejercĆ­an sobre Goyita un misterioso poder de atracciĆ³n, sin embargo su aversiĆ³n hacia los malos modos le llevaba a mantenerse al margen. Se limitaba a sentarse sobre los escombros de la tapia, sacaba su libreta y observaba. Luego dibujaba a sus amigos practicando artes marciales en vistosos y cinĆ©ticos escorzos: suspendidos en el aire, lanzando el puƱo o un puntapiĆ©, realizando una depurada pirueta… Acabado el entrenamiento mostraba a sus aliados aquellos retratos en los que Acisclo, Tote y el Pata aparecĆ­an siempre representados como hĆ©roes victoriosos en una suerte de rudimentarias viƱetas precursoras de un gĆ©nero que con el tiempo serĆ­a conocido como Manga.

   

  Entre el vecindario, alguien debiĆ³ de alertar a Gregorio y Constantina acerca de la catadura de los mozalbetes que alternaban con su hijo. La cosa es que la familia, que en un primer momento habĆ­a visto con alborozo como el niƱo se mostraba mĆ”s sociable, comenzĆ³ a recelar de aquellas compaƱƭas. A su llegada a casa le preguntaban desconfiados donde habĆ­an andado o quĆ© habĆ­an estado haciendo, a lo que el hijo respondĆ­a con un lacĆ³nico:

―Hemos estado por ahĆ­, jugando a pelĆ­culas y dibujando.

  El padre recabĆ³ nuevos datos en la barra del bar “El Canario” y en las partidas de mus de “La Bodeguita”. Los informantes apuntaban hacia chavales de pelaje turbulento cuya compaƱƭa todo el mundo coincidĆ­a en desaconsejar.

  Durante los Ćŗltimos desembarcos de la cuadrilla en la sala cinematogrĆ”fica en la que el seƱor Gregorio ejercĆ­a con la linterna, este, tras una observaciĆ³n mĆ”s atenta, pudo percatarse de la profesionalidad con que escupĆ­an al suelo, los paquetes de “Bisonte” abultando en los bolsillos traseros o las palabras soeces masculladas entre dientes. La gota colmĆ³ el vaso la tarde en que, ya en la calle, los siguiĆ³ con la mirada para contemplar horrorizado la groserĆ­a con que abordaron a una adolescente que tuvo el infortunio de cruzarse en su camino. Aquella noche, durante la cena, Gregorio padre dictĆ³ sentencia:

―Goyito, tienes que dejar a esos amigos.

  Al chiquillo se le vino el mundo encima. ¡Precisamente aquella semana acababan de estrenar “OperaciĆ³n DragĆ³n” y los del grupo andaban ya con los gatos en la barriga por ir a verla! No obstante, la prohibiciĆ³n era expeditiva y no dejaba resquicio alguno para la rĆ©plica: a partir de ese mismo momento, la amistad se daba por concluida.

  Su primera intenciĆ³n fue quedar con el grupo para tratar de explicarse e intentar darles largas. Pero durante los primeros dĆ­as el cerco familiar se estrechĆ³ de tal modo que no pudo. Con la madre permanentemente sobre sus talones no hubo oportunidad de entrar en contacto, aunque sabĆ­a por terceros que le andaban buscando, como sabĆ­a tambiĆ©n que mĆ”s pronto que tarde acabarĆ­an por hacerse los encontradizos. Durante aquella semana pudo verlos desde la terraza merodeando cerca del portal, pero no bajo a la calle. Camino del colegio les vio rondar las esquinas en repetidas ocasiones, pero fue de lejos y pudo eludir el encuentro. Fue dos veces a ver “OperaciĆ³n DragĆ³n”, pero tanto el camino de ida como el de vuelta los hizo acompaƱando a su padre…

  HabrĆ­an pasado unos diez dĆ­as cuando, finalmente, El Pata fingiĆ³ un encuentro casual a las puertas del colegio.

―¡CoƱo, Goyita, cuanto tiempo!

  La mirada malĆ©vola de aquel pillo retuvo a Gregorio el tiempo suficiente para escuchar unas excusas hilvanadas de antemano e informarse de que el amigo ya habĆ­a visto la pelĆ­cula y lo que era peor, “OperaciĆ³n DragĆ³n” habĆ­a sido retirada ya de la cartelera.

―¡Bah, no te agobies chaval! Ya tendremos otra oportunidad de verla.―Con un aletear de las manos, el gitanillo quitĆ³ importancia al asunto. Luego le expresĆ³ el deseo de los colegas de volver a verle, de tener algunos dibujos nuevos, de volver a jugar juntos, “aunque ya no vayamos al cine para que no nos vea tu padre”. Le propuso quedar todos juntos la maƱana del sĆ”bado siguiente. Gregorio aceptĆ³ la cita, el encuentro le venĆ­a bien para congraciarse con el cabecilla, limar suspicacias y ganar tiempo.

   Mientras Acisclo y sus secuaces brincaban y daban alaridos, Goyita dibujaba. Consciente del agravio infringido a los amigos, aquella maƱana se esforzĆ³ especialmente en la ejecuciĆ³n de los bocetos. Al terminar su entrenamiento, y sin mediar palabra, los tres puƱeteros se encaminaron hacia el muro, se agruparon frente al artista y concentraron sobre Ć©l una mirada unĆ”nime. Cuando el chico terminĆ³ de dibujar se levantĆ³ del montĆ³n de ripios y les entregĆ³ los dibujos. Algo debiĆ³ de percibir en la actitud de los que tenĆ­a delante porque les entrego el fruto de su trabajo manteniendo cierta distancia.

―Tomad, os regalo los retratos que os he hecho hoy― Su voz algo amedrentada delataba un intento algo forzado de granjearse nuevamente la simpatĆ­a de aquellos  aspirantes a gladiadores orientales.

  El Acisclo tomĆ³ la hoja de papel entre sus dedos, el labio partido le temblaba de rabia.

Sin mirar el dibujo, empezĆ³ a arrugarlo con resentimiento hasta convertir la cuartilla en un gurruƱo que lanzĆ³ con rabia contra la arcilla del suelo. Los otros dos, que le escoltaban con la mirada canalla propia de dos forajidos salidos de un wester espagueti, pisotearon tambiĆ©n sus dibujos.

  Las palabras del Acisclo escupieron desprecio:

―Eres un cabronazo chaval, por tu culpa nos hemos perdido “OperaciĆ³n DragĆ³n”.

―¡Te puedes meter tus dibujitos por el culo, pellejo! ―AƱadiĆ³ Tote.

―PrepĆ”rate, Goyita, porque hoy somos nosotros los que te vamos a retratar ti― Le soltĆ³ el Pata en la cara.

  Goyita comprendiĆ³ que el contrato de amistad que le habĆ­a unido con los saholines quedaba rescindido definitivamente. IntentĆ³ decir algo pero la mitad de las palabras se le quedaban dentro y solo consiguiĆ³ balbucear. El trĆ­o avanzĆ³ con intenciĆ³n de cobrarse su saldo de rencor. Acorralado como estaba, Goyita, aĆŗn tuvo espacio para recular unos pasos. En el instante en que su espalda tropezaba contra la aspereza seca de la tapia sintiĆ³ en sus tobillos el picotazo urticante y doloroso de la tupida mata de ortigas en que se habĆ­a metido. 



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