sábado, 5 de enero de 2013

Relatos de Don Wayne XXXIII


   ―Conozco un tramo de río donde podríamos pescar truchas tan grandes como esas…
   Se lo soltó en la misma puerta del cine; salían de ver El río de la vida, una película norteamericana que narra la peripecia familiar de dos hermanos aficionados a la pesca con mosca en los ríos de Montana.
 





33. Realidad vs Ficción
 
Para Erico
                 
   ―Conozco un tramo de río donde podríamos pescar truchas tan grandes como esas…
   Se lo soltó en la misma puerta del cine; salían de ver El río de la vida, una película norteamericana que narra la peripecia familiar de dos hermanos aficionados a la pesca con mosca en los ríos de Montana. Por el modo en que lo dijo, por la mirada que le tendió de soslayo, Jesús, comprendió al momento que Cefe también le lanzaba un señuelo, una proposición a la que no podría hacer oídos sordos. Caminaban juntos de vuelta para casa; discurría morosa una tarde de junio.
   Últimamente se veían poco. Jesús once años mayor que Cefe, apenas paraba por el pueblo. Cursaba estudios universitarios en la capital; durante los meses estivales  buscaba ocupación en lo que fuera: camarero, mozo de hotel, peón de obra…, cualquier cosa con tal de ganarse unas perrillas. Cefe tenía trece años, estudiaba séptimo de E.G.B. en la escuela local.
   ―¿Y tú cómo sabes tanto de pesca, enano?
   ―Me está enseñando Nolo, el cartero. Me da un toque en cuanto tiene un rato libre.
   ―¿Y por qué no vas a pescarlas tú solito?
   ―Madre no lo ve bien. En esa parte del río la corriente arrastra fuerte y las pozas son profundas.
   Calló un momento. Armaba la espoleta con que volver a la carga:
   ―Ahora que tú andas por aquí podríamos ir cualquier día...
   Algunas secuencias de la película se obstinaban en colear vivas en la retina de Jesús. Se dejó seducir por la proposición del hermano.
   ―¿Y a dónde me piensas llevar?
   ―Si decides acompañarme, mañana te lo digo.
    Retirados los platos de la cena pasaron al cobertizo. La Doris se alegró al verlos, levantó su corpachón de entre los aperos y comenzó a babosear la pernera de Cefe. Mientras Jesús examinaba una bolsita de cucharillas herrumbrosas, el hermano menor descolgó de la viga una esbelta vara.
   ―¿Y esa caña? ― Preguntó Jesús.
   ―Un regalo de Nolo. A este cordón se llamamos “cola de rata”, aquí se amarra un trenzado rematado con sedal muy fino; en el extremo se anuda la mosca. Hacemos los mosquitos con pluma de gallo. La misma técnica que utilizaban los pescadores de la película. Hay que hacer volar el mosquito por encima del agua para dejarlo caer a flote. Si la trucha tiene querencia sube desde el fondo.
   Mostró al hermano una cajita metálica en cuyo interior se alineaban marcialmente diminutos remedos de insecto.
   ―El anzuelo es muy pequeño y ese hilo resiste menos que un pelo; como pilles un pez grande acabará por romperte la línea.
   ―Si sube y ando listo no se escapa.
   
   El sol campeaba alto cuando sacaron las bicicletas a la acera. Amarraron los trebejos y arrancaron de camino. Durante un trecho corto, la Doris amagó de seguirles con ese trotecillo medroso propio de los grandes perros; la mastina desistió pronto, para quedar sentada en medio de la calle como un osezno desamparado. Remontaron carretera arriba, en dirección a la presa. En el  molino de “La Tesla” se detuvieron para observar la ruina. El caserón no era más que un desportillado edificio de piedra, con la cubierta hundida, que resistía como podía el asedio de las zarzas.
   Al reiniciar la cabalgada abandonaron el asfalto para tomar por un carril de tierra.  Hubieron de remontar un largo repecho festoneado de fresnos y prados recién segados. En Fuente Arenosa, Cefe, desmontó de la bicicleta.
   ―Aquí dejamos las “cabras”. Hay que bajar por ahí ―indicó una abrupta pendiente que descendía hacia el valle.
   ― ¿Estás seguro de que no nos vamos a descalabrar? ― bromeó Jesús.
   ― Es en ese lugar donde vamos a encontrar buenas truchas.
   Bebieron del manantial haciendo cuenco con las manos. Acostaron las bicicletas a la sombra, armaron las cañas e iniciaron la bajada.
   Tiraron a tumba abierta desafiando la hostilidad del despeñadero; caían a saltos, cuesta abajo. Salvando derrubios y bloques de cuarcita, consiguieron abrirse camino entre las breñas. Mucho más arriba, el gran dique de hormigón presidía el paisaje dándose aires de obra faraónica.
   ―¡Chacho, no me extraña que por aquí haya peces grandes. A ver quién tiene dídimos para bajar a buscarlos!
   Alcanzaron la orilla a lomos de un conglomerado deforme entre cuyas diaclasas despuntaban algunos arbustos raquíticos. Gateando, Cefe avistó las aguas señalando el pozo que se abría a sus pies como un abismo:
   ―¡Mira!
   Abajo destellaban unas aguas de color acaramelado, transparentes y profundas. A esas horas, el sol derramaba una luz plana y diáfana. Alrededor el aire era limpio, la naturaleza de un verdor lujurioso. Sobre la lámina de agua, nubes de insectos se entregaban a su ritual aéreo. Una docena de truchas bregaba contra corriente en aguas someras atentas a las evoluciones de las efémeras. Ocultándose tras la roca, Cefe, señaló con la punta de la caña tres o cuatro peces de buen tamaño que se solazaban al sol apoyando el vientre sobre los guijarros del fondo.
   ―¡Son perras viejas, ni pensar en agarrarlas desde aquí!
   Acordaron remontar corriente arriba. Pescarían juntos, Jesús se encargaría de rastrear el fondo de los pozos con las cucharillas, Cefe, tentaría con la mosca a aquellas que viesen cebarse en superficie.
   Para cuando la mañana había tornado en mediodía les faltaba poco para llegar al muro del ingenio hidráulico. El menor de los hermanos se detuvo. Con ojo perspicaz inspeccionaba el cauce. Tenían por delante un torrente de aguas aceleradas que se apretaban contra el lomo pulido de dos grandes pedruscos.
   —Atento ahí, Jesusete, te puede arrancar una bicharraca — susurró.
   Avanzaron agazapados entre la vegetación ribereña.
   —Lanza tú, pero no te me despistes…
   Largó dos veces. La cucharilla, atraída por el magnetismo misterioso del carrete, regresaba registrando el lecho en vueltas alocadas. Al tercer intento quedó entrampada en la orilla contraria. El pescador intentó soltarla dando vigorosos tirones.
—Como sigas dando zamarcones acabarás por espantar al “ganado”. Déjame.
   Situado a la espalda del hermano, Ceferino, fustigó su señuelo en el aire impulsándolo hacia la cabecera del torrente. El engaño amerizó suavemente, derivando nervioso aguas abajo en dirección al turbión. A punto estaba de desembocar en el remanso cuando una sombra verdeoscura decidió abandonar su cripta subacuática para salir en busca de la presa. Al verla emerger, los jóvenes permanecieron quietos como troncos. Ascendió franca y esperó sin recelar, atenta al festín. La efémera rebasaba el puesto de caza cuando, impulsada por un poderoso coletazo, surgió la bocaza que engulló el engaño. Ceferino, que contenía la respiración, dio un ligero tirón hacia atrás y el anzuelo quedó prendido en la boca del pez. El animal se vio sorprendido; sin saber cómo reaccionar, se obstinaba en hundirse sin conseguirlo. Parecía estar intentando explicarse lo ocurrido. El joven pescador se adelantó al hermano de un salto; vestido como estaba, se lanzó al agua con la sacadera de red en una mano, con la otra levantaba el puntal  obligando a la presa a mantenerse en superficie. Cuando la trucha se percató del peligro amagó un conato de fuga pera era demasiado tarde, el chico ya había conseguido atajarla obligándola a entrar en la tomadera. Una vez dentro comenzó a contorsionarse con desesperación.
   Mojado hasta la cintura, Ceferino, tiró de la mano que le tendía Jesús ganando la orilla  en tres zancadas. Chorreaba emocionado. Se dejó caer boca arriba entre la hierba.
   —¡A punto ha estado de tirarme al río! —Repetía en ese estado de agitación que desconocen los que nunca han pescado un pez grande— ¡Ha estado a punto de tirarme al río!
   —¿Cómo lo has hecho, chaval? ¿Cómo lo has hecho? ¡Ha sido tan rápido que no he tenido tiempo de disfrutarlo!
   Entre los helechos una formidable pintona convulsionaba su agonía.  
   Por la cabeza del primogénito desfilaron de nuevo algunas escenas de la película:
   ―¡Hermanito, le has puesto el listón bien alto al Brad Pitt! Está visto que hay ocasiones en que la realidad supera a la ficción.
   Alargó la mano tomando al adolescente por la nuca y lo abrazó gozoso. La brecha abierta por la edad y la distancia se diluía para dejar paso a un íntimo sentimiento de fraternidad. Una ligera brisa había comenzado a agitar las hojas de los árboles. Ceferino no paraba de temblar.
   ―Volvamos a casa, estás empapado.
   Asintió con la cabeza. En ese momento, una recua de nubes calizas pastaban altísimas sobre el azul celeste. 

   Aparecieron al fondo de la calle impulsando las bicicletas con pedalada enérgica. La Doris sesteaba tirada a la puerta de la cuadra. Cuando les vio aparecer, levantó su cuerpazo de la acera, se sacudió el polvo y la modorra y comenzó a mover vigorosamente la cola. Era su señal de bienvenida.



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