viernes, 14 de febrero de 2014

Relatos de Don Wayne XL

"A ti, en cambio, te gustaba salir con los niños, querías que le cogieran gusto al cine. Tus hijos no dejaban escapar un estreno de Disney, por lo demás veíais de todo, películas protagonizadas por actores reales o personajes de animación: perros, princesas, robots, dinosaurios, superhéroes, piratas, alienígenas, ratones, niños magos… En casa, los niños tenían una cajita donde coleccionaban las entradas.


40. Historia de una separación

   Los últimos meses de convivencia fueron horrorosos, eso lo recuerdas bien. Víctor y tú apenas os dirigíais la palabra y cuando lo hacíais era siempre con el tono indiferente y desabrido de dos personas que se tratan por obligación o necesidad. Todavía residíais en aquel piso grande y elegante, situado a tan solo cinco minutos del centro, que habíais comprado y amueblado meses antes de la boda. Hacía tiempo que dormíais en habitaciones separadas, cada uno en un extremo de la casa. A los niños, aunque eran pequeños, por fuerza tenía que estarles afectando todo lo que pasaba. Diez años de convivencia habían sido suficientes para convertir vuestro matrimonio en un territorio devastado.
   Por tu parte, te las veías y te las deseabas para compaginar tu jornada laboral en la sucursal de la Caja con los horarios de los críos, menos mal que tenías a tus padres. Víctor pasaba, los niños y la intendencia familiar no parecían cosa suya; salía cada mañana camino del hospital donde trabajaba de cardiólogo, por las tardes recibía pacientes en la consulta privada que tenía junto al Bulevar. A comer venía de uvas a peras. Por la noche cenaba cualquier cosa y se encerraba en el despacho o se sentaba delante del televisor, a mirar el baloncesto, los campeonatos de la Liga o cualquier cochambre de programa. Hiciste lo imposible para disimular ante la familia y las amistades aquel agónico fracaso. Las gafas oscuras que ahora vuelves a ponerte para salir a la calle, también entonces te fueron de gran ayuda. Nunca te fue infiel, eso nunca podrás reprochárselo, pero lo cierto es que al final no pudiste más, estabas harta.
   Intentabas mantener a Raquel y a Gonzalito alejados de aquel ambiente de desolación. Por las tardes los tomabas de la mano y los sacabas a los parques. Los fines de semana te los llevabas al cine. A ti siempre te ha gustado el cine, de chavala ibas mucho con los de la pandilla, más tarde, siendo estudiante universitaria, llegaste a colaborar con el Aula de Cine de la Autónoma. Ya de novios, a Víctor y a ti también os gustaba ir a los estrenos. Tu marido se cansó pronto, que le daba pereza decía, prefería quedarse en casa. A ti, en cambio, te gustaba salir con los niños, querías que le cogieran gusto al cine. Tus hijos no dejaban escapar un estreno de Disney, por lo demás veíais de todo, películas protagonizadas por actores reales o personajes de animación: perros, princesas, robots, dinosaurios, superhéroes, piratas, alienígenas, ratones, niños magos… En casa, los niños tenían una cajita donde coleccionaban las entradas.
   Adoptaste la costumbre de regalar a tus hijos películas en dvd en fechas señaladas, por Navidad o en los cumpleaños. Todavía sonríes al recordar el día en que le regalaste a Gonzalo la película “La Sirenita”, la víspera se le había caído el primer diente. Os hizo mucha gracia porque el niño no entendía cómo era posible que la protagonista femenina tuviera nombre de detergente.
   Al final te saliste con la tuya, los críos acabaron por aficionarse al cine.

   Llegó el día en que te sentiste ridícula empecinada en el intento de conceder prorrogas inútiles a un matrimonio que ya no se sostenía. A medida que pasaba el tiempo tu  marido se obstinaba más en aquel mutismo atroz, su humor se iba haciendo más distante e irritable. A cada momento te asaltaba la idea de que eras rehén de una relación y una casa que habían acabado convertidos en un mausoleo.
   Sin decir nada a nadie, hablaste con los directivos de la Caja y solicitaste el traslado. No pusiste muchas condiciones. En menos de un mes te habían ofrecido plaza en la oficina de este pueblo. Antes de decidir, te viniste para acá un fin de semana en compañía de Natalia, tu amiga del alma. El pueblo te gustó desde el principio, era más o menos grande y contaba con servicios. En las afueras estaba el Instituto, de modo que cuando Raquel y Gonzalo finalizasen la Primaria no tendrían que desplazarse fuera. El entorno era muy lindo, situado en la ladera soleada de sierra, todo rodeado de bosques y explotaciones agrícolas y ganaderas. Necesitabas una salida, de modo que no te lo pensaste mucho, en mayo  trasladaste la matrícula de los niños al nuevo colegio. Dedicaste aquel verano a buscar casa de alquiler y a principios de septiembre estabais instalados.

   Al principio no fue fácil, te encontrabas sola con los niños y no conocías a nadie. Víctor aunque nunca había mostrado gran preocupación por sus hijos, no aceptó de buen grado la separación. Te amenazó con recurrir a juicio. Alguien debió de aconsejarle, pronto abandonó esa vía y optó por destensar las relaciones. Finalmente consintió iniciar los trámites del divorcio. Durante el primer año, él, se venía dos veces por mes para poder estar los niños. Habíais firmado una paz precaria. A veces comíais los cuatro en algún restaurante cerca de la garganta, él invitaba. A partir del segundo año, venía el viernes a buscarlos y se los bajaba para la capital, la tarde del domingo te los devolvía. El reparto de los períodos vacacionales lo realizabais de común acuerdo. El mes de agosto lo pasaban con su padre. Esa era la situación, tu exmarido cumplía religiosamente con sus obligaciones, no te quedaba más remedio que hacer concesiones, sin embargo, estabas tan acostumbrada a los niños, les necesitabas tanto, que cada separación, por corta que fuera, te dejaba una desgarradora sensación de vacío.

   Aquellos períodos de alejamiento te permitieron hacer vida al margen de las servidumbres que impone la maternidad. Conociste gente nueva, empleados de la banca, maestros, empresarios locales, clientes de la oficina, un poco de todo. Los fines de semana libres te arrimabas a los del Cine Club, aprovechabas para ver alguna película, trasnochar y, si cuadraba, echar una cana al aire. También te agregaste al Club de Senderismo. Fue así como conociste a Adriano. Antes habías mantenido algún escarceo esporádico, nada serio, lo de Adriano fue distinto. Fue él quien vino a insuflar en tu vida afectiva el aliento que estabas demando a gritos. Regentaba una modesta Casa Rural, estaba soltero y era unos años más joven que tú. Adriano era un hombre alegre y vital, su energía y su espíritu cordial te sedujeron desde el principio.
   Acabasteis ennoviando. Pasados unos meses comenzasteis a convivir juntos. No le importaba nada tu matrimonio anterior, ni tener que hacerse cargo de dos hijos que no eran suyos. La vida te sonreía de nuevo, y de qué manera. En alguna ocasión te había expresado su deseo de tener hijos, de modo que cuando se enteró de tu tercer embarazado enloqueció de contento, no pensaba en otra cosa, la idea de ser padre le hacía feliz. Comenzasteis a preparar la casa para la llegada del bebé…

   Debías haber pensado en aquella posibilidad. El día que Adriano llevó a los niños hasta el hospital para conocer al nuevo hermano ya detectaste algo raro en la conducta de tu hija, rehusaba acercarse a besarlo. Trataste de quitar importancia al hecho, el recién nacido era tan pequeño, tendría miedo de hacerle daño. Más tarde, la presencia de Pedrito en la casa acabó por convertirse en motivo de permanente disgusto. Raquel se enconaba en su actitud, estaba claro que no quería a su hermano, en su presencia reaccionaba con rechazo, poniendo el gesto de aversión propio de un gaterópodo sobre el que se arroja un puñado de sal. Gonzalo se mantenía en tierra de nadie, aunque eras consciente de que, a tus espaldas, tu hija mayor intrigaba para conducirlo a su terreno. Tu nuevo compañero intentaba tranquilizarte, “cosas de celos” te repetía a menudo para quitar hierro al conflicto. Sin embargo, eras consciente de que aquella situación también le incomodaba. Adriano siempre había sido generoso con tus hijos, no era justo el pago que ahora estaba recibiendo.

   Fuiste una estúpida. Tardaste en caer en la cuenta que tu primer marido y su familia, aprovechando las visitas de los críos, conspiraban en la sombra. Puedes imaginarte como se aprovecharon de la situación, lo que les dijeron o prometieron. Una noche de domingo, tras volver de la estancia con su padre, se sentaron ante ti y Raquel te lo soltó a bocajarro, como una demoledora carga de profundidad. Querían irse con su padre. Se encontraban en plena pubertad, hacía poco que Raquel había cumplido 13 años, Gonzalito tenía 11. Un súbito desgarro te cercenó las entrañas. No estabas preparada para aquello. Intentaste indagar, que te diesen una explicación. Sentado en su esquina de la mesa tu hijo callaba, pero la determinación, el tono agrio y resentido con el que te habló la niña dejaba claras sus intenciones. Que estaban hartos de vivir en un poblacho como aquel, que no querían pasar su juventud asediados por olivos e higueras. Que lo de la garganta estaba bien, pero solo para el verano, podrían bañarse cuando viniesen a visitarte algunos días en agosto. Que querían irse a vivir junto a su padre. Que viviendo en la ciudad tendrían cerca el Centro Comercial. Que de ese modo podrían ir al cine al menos una vez a la semana. Eso te  dijeron...


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