viernes, 8 de junio de 2012

Relatos de Don Wayne XXVIII


  Su gran oportunidad le llegó con “Dos grumetes a bordo”, una producción franco-española, hipervisual y marítima, que se rodó aquel verano en Ibiza. Anita y Bonnie eran las protagonistas estelares. Fue en esa película donde tuvieron posibilidad de desplegar todo su potencial interpretativo. La acción transcurría a bordo de un lujoso yate. Bonnie y Anita encarnaban a una pareja contratada para prestar servicio como grumetes. 






28. La “Cartillina”

    Ni Bonnie Martínez se llama Bonnie ni Anita Loss se apellida Loss. Los legítimos nombres de las chicas, de carácter mucho más castizo, figuran sus respectivos documentos de identidad. Por decisión tomada a pie de pila bautismal, el nombre de Bonnie es Benita y el apellido paterno de Ana es Aguado. Un galimatías patronímico que se desenreda cuando se entera uno de que ambas jóvenes, en su intento por alcanzar el estrellato por la vía del acceso directo, maquillaron sus apelativos, a efectos artísticos, con el objetivo de darles un aire más sofisticado y glamuroso.
   La historia, viene de lejos, para entenderla habremos de remontarnos veinte años atrás. Hija de estirpe campesina de tradición cerealista, el día en que Anita Aguado vio la luz, se convocó conciliábulo familiar. Por iniciativa de la abuela Justa, los conjurados acordaron abrir una “cartillina” bancaria a nombre de la nena. Consistía la propuesta en que cada miembro del clan ingresase mensualmente en la cuenta una modesta aportación. Pasados los años, cuando la niña alcanzase el umbral de la universidad, dispondría de unos depósitos que le habrían de servir para costearse una carrera y abrirse camino en la vida. En un acto que rozaba lo litúrgico la libreta fue inaugurada al día siguiente en la oficina local de la Caja Rural.
   Durante más de tres lustros, cada fin de mes, el empleado de la sucursal anotaba las entradas, al principio en pesetas, luego en euros; realizado el apunte, entregaba la libreta a los progenitores que comprobaban alborozados como el sacrificio colectivo  iba dando  frutos.

   Rozaba la mayoría de edad cuando Ana Aguado notó que la mochila con los textos del Bachillerato pesaba demasiado. La carga empezaba a ser tan grande que optó por abandonar el Instituto. El caso es que tampoco quería verse como sus amigas, Mariló y Cheches, una de cajera en el Spar y la otra, renegando a diario, agarrada al escobón del Plan de Empleo Rural. Menos aún se veía en el pueblo, casada con cualquier garrulo, ejerciendo de esposa y madre. Consciente de los encantos físicos con que la había adornado su naturaleza castellana  (Cheches y Mariló no disponían de esa ventaja), la moza aspiraba a más, a una vida con más clase. Lo dejaba todo. Se buscaría la vida en Barcelona. Tenía planeado compaginar el trabajo en un bufete de modelos con los estudios de interpretación en alguna Escuela de Arte Dramático. Modelo o actriz, esas eran sus expectativas. Una noche, a la hora de la cena, expuso a Cándido y Rosario sus deseos de emancipación. Padre y madre la comprendieron. “Precisamente para un momento como ese contaba la niña con el saldo tan trabajosamente acumulado en la cartillina”. La aseveración es de Cándido.

   Una madrugada, a poco de cumplir los dieciocho, el agraciado perfil de Ana Aguado tomaba tierra en la Estación de Sants. Desembarcaba convencida de que Cataluña  caería rendida a sus encantos. Buscó albergue en un modesto hostal.
   Una vez instalada, la muchacha, resolvió que, de momento y para avanzar a paso ligero, bien podía saltarse uno de los escalones: no pensaba matricularse en ninguna Escuela. Venía escaldada de la disciplina que imponen el estudio y los horarios escolares.
   Acto seguido echó mano de la tarjeta asociada con la cartillina y se fue de tiendas. Si una quiere comerse el mundo debe presentarse arreglada. Al día siguiente se pasó por una peluquería, se atavió con los trapos comprados la víspera e invirtió la semana siguiente en visitar estudios fotográficos. Hizo provisión de una aparatosa colección de  fotografías  que encargó encuadernar en media docena de books de modelo. Acabada la tarea se empleó a fondo en un agotador periplo: se recorrió todas las agencias que figuraban en el listín telefónico u ofrecían sus servicios por internet. Tardó poco en caer en la cuenta de que la cosa no iba a resultar tan sencilla como había previsto. Una crisis galopante comenzaba a hacer estragos, multitud de chicas como ella se apiñaban en las salas de espera de las Agencias, hacían colas que llegaban a la calle. Lo intentó con los casting para anuncios. Con sus atributos no sería difícil encontrar algo, al menos en el sector de postres alimenticios, pero el mercado de los yogures y las natillas estaba copado por actores y futbolistas. Hubo gerentes en alguna de aquellas agencias que le insinuaron sin el menor recato la posibilidad de aceptar “otro tipo de ofertas”, hacer de “scort” lo llamaban. Rechazó la propuesta. Los casting para series televisivas o figurar como guarnición en los concursos de la tele también dieron al traste. En un horizonte mucho más lejano quedaba el cine, pero ese era un coto cercado con alambre de espino.
   Tras meses de infructuosa búsqueda, recostada sobre la cama del hostal, Anita Aguado releía las amarillentas páginas de la cartilla y echaba cuentas. Donde antes todo eran ingresos se acumulaban ahora los reintegros. No obstante, la situación aún no era angustiosa.
   En estas cavilaciones andaba cuando un tal Sr. Vidal, manager de azafatas en “Favotite Models Management”, se ofreció a ponerla en contacto con un empresario maño de nombre Nicanor que se hacía llamar “Nicki”. El aragonés regentaba un local de ocio y contrataba go-gos, chicas agraciadas y desinhibidas, con el encargo de animar a la parroquia en la discoteca. “Por sitios como esos para mucha gente, son el escaparate perfecto para una chavala como tú, que tiene prisa por abrirse camino…”.
   El Bubaloo, se encontraba en una zona de esparcimiento próximo a playa. Era un barracón amplio, decorado con un estilo pseudobalinés, con profusión de cañas de bambú  y excesivos dioses hinduistas, todo de cartón piedra. Tras escanearla de arriba abajo, el tal Nicki pasó a exponerle las bases del trabajo. Maquillada de oriental y ataviada con un escueto uniforme de faena, debía encaramarse sobre una de las repisas que salpicaban el local para contorsionarse con sinuosos movimientos constrictores. “Pero yo no soy bailarina”, acotó la postulante. “Mujer, para lo que yo te estoy pidiendo tampoco hace falta saber ballet”. Acordaron  honorarios y la moza aceptó el puesto. Esa noche se quedó para tomar una copa, divertirse un rato y observar cómo se las apañaban las otras chicas.
   Los meses siguientes fueron de puro disparate, una época tumultuosa y veloz que brindó a la palentina la posibilidad de acumular novedosas e insospechadas experiencias. Anita Sánchez en su vida había visto desfilar de manera semejante los billetes, el alcohol y los pasos de cebra. Un ambiente en el que el trabajo, la diversión y los excesos convivían sin prejuicios hasta bien entrada la mañana. Se vivía de noche y dormía de día. Nadie podrá decir que la de Palencia no puso toda la carne en el asador. Supo estar a la altura.
   Una mañana, terminada la jornada de trabajo, fue abordada por Benita Martínez,  otra colega de pedestal. Proponía Benita la posibilidad de colaborar juntas en una película que se planeaba rodar en Sitges. Un cliente de confianza le había hablado del proyecto cinematográfico. Por lo visto, un director de cine novel intentaba despegar en el sector de las películas para adultos. La productora estaba empezando y necesitaban caras nuevas. Buscaban un par de bombones que se hiciesen pasar por mellizas. El trabajo no estaba mal pagado, lo único que había que hacer era echar un polvo ante la cámara. El sello cinematográfico era nuevo, de modo que, si cosa iba como estaba previsto, quedaba abierta la puerta para futuras colaboraciones. Inconformista por naturaleza, Anita, lo vio claro, dejó de lado los remilgos y tomó impulso para la nueva pirueta.
   Por recomendación de la productora ambas amigas se tunearon el nombre, se sometieron a una prolongada sesión de estilismo y renovaron la lencería. Fue por entonces cuando Anita Loss se mudó al ático alquilado de Bonnie.
   Convencidas de la necesidad de enriquecer su bagaje previo, resolvieron  someterse a un cursillo básico. En los días que precedieron al rodaje se atracaron a ver películas pornográficas. Una lección sin apuntes, intensa, convincente y explícita que contribuyó a ampliar sus competencias.
   “Deseos adolescentes” se rodó en las dependencias de un hotel. Con tono asertivo y muy coloquial, el director informó a la pareja sobre el plan de rodaje. Se suponía que la película narraba las fantasías eróticas de media docena de adolescentes. El papel de Anita Loos y Bonnie consistía en hacerse pasar por dos gemelas que compartían idéntico sueño: cepillarse a un tipo de raza negra. El elegido para satisfacer sus deseos fue Felice Olsen, un musculoso actor belga poseedor de una respetable cornisa genital. Su participación en la película duraba exactamente dieciocho minutos. En la secuencia principal, rodada en la sala de lectura del hotel, se relataba la habilidad de Anita para abrirse paso entre las piernas de Bonnie con el propósito leerle la letra pequeña. Situado a retaguardia, el experto actor centroeuropeo exploraba con su orondo y empinado marcapáginas cada pliegue y recoveco de la señorita Loss. Al principio, seguramente debido a la presencia de la cámara, las chicas se sintieron algo cohibidas. Luego le cogieron el tranquillo y salieron airosas del apuro. Fue divertido trabajar con Felice Olsen. Hizo muy bien su trabajo, todo un caballero, comprensivo y paciente con su tándem de debutantes. El equipo de rodaje elogió el desparpajo con que las chavalas habían superado el trance. Su tono amateur “daba” muy bien ante la cámara. Quedaba claro que Ana y su par venían equipadas de serie con una capacidad innata para interpretar cualquier capítulo del Kama Sutra.
   No tardaron en ser requeridas para nuevos papeles, media docena de colaboraciones,  todas del mismo pelo. En el filme de corte policíaco “Las Intocables”, Anita Loos, metralleta en mano, hacía frente a un peligroso clan de malhechores. Agotados  los cartuchos, los rufianes, provistos de un armamento mucho más pesado y rudimentario, le caían por encima enzarzándose en un enconado y desigual combate cuerpo a cuerpo en el que la agente Loss tenía todas las de perder. Eran tres contra una. “Carne y fieras”, se rodó bajo la carpa de un circo. Dentro de la gran jaula, maquilladas de panteras, se lanzaban sobre su domador y le desgarraban la indumentaria para poder engullir  ávidamente sus partes más suculentas. Papeles anecdóticos y esporádicos, producciones que luego se ensamblaban como un puzle. Productos dirigidos al mercado en DVD que apenas daban para ir tirando. No era raro tropezar con la señorita Aguado a las puertas de la sucursal bancaria, que acodada en el cajero exprimía el menguado saldo que a duras penas boqueaba en la cartilla.
   Súbitamente la vida de Ana experimentó un nuevo acelerón. Por lo visto caían bien al público, el cine comenzó a reclamarlas. Como las exigencias del guión no eran muchas, se rodaba deprisa. En pocos meses participaron en “Cuerpos de azúcar”, “Scouts a la intemperie”, “Consejos de una sexóloga”, “Fuego en el cuerpo de bomberos”, Cuentos del convento y “Las monitoras de esquí”, esta última se filmó en Sierra Nevada. El proyecto más interesante de esa época fue “Martirio”, una coproducción Hispano-italiana de tintes históricos en la que un grupo de ardorosas cristianas eran apresadas en las catacumbas por legionarios romanos. Frente a las gradas del Senado eran sometidas a escarnio. Senadores, centuriones y buena parte de la VII Legión eran los encargados de aplicar tormento a aquellas desgraciadas. Un variado catálogo de tortuosidades, dislocamientos y creativos traqueteos. Las creyentes aceptaban con resignación su sufrimiento. Al final de la película, el propio César se daba una vuelta por las mazmorras. Anita y Bonnie hacían de catecúmenas.
   En “Visions of Harem” compartieron cartel con dos estrellas del gremio: Ilona Travis y Santos Lance. Para realizar ese trabajo el equipo se desplazó hasta un palmeral murciano en el que se había montado una jaima. El set había sido ornamentado con todo lujo de detalles: alfombras, cojines, antorchas, turbantes, velos, lentejuelas y divanes. Había hasta una pareja de dromedarios. El conjunto trataba de remedar en algo un oasis de Las mil y una noches. El retozo final, filmado en el interior de la jaima, consistía en una larga secuencia en la que se encadenaban escenas a medio camino entre un tumultuoso tenderete de autómatas y una extravagante sala de ordeño. Cuando “Exotic Harem” se desembaló en SexShops y videoclubs, los aficionados al género pudieron comprobar que dos nuevas estrellas comenzaban a rutilar entre los anaqueles. Anita Loss y Bonnie Martínez, aparecían por primera vez en los títulos de crédito de la carátula. Acabado el rodaje, Anita Loos se tatuó el cuerpo, en torno a cada uno de sus tobillos mandó imprimir una corona de espinas.
   Su gran oportunidad le llegó con “Dos grumetes a bordo”, una producción franco-española, hipervisual y marítima, que se rodó aquel verano en Ibiza. Anita y Bonnie eran las protagonistas estelares. Fue en esa película donde tuvieron posibilidad de desplegar todo su potencial interpretativo. La acción transcurría a bordo de un lujoso yate. Bonnie y Anita encarnaban a una pareja contratada para prestar servicio como grumetes. Durante la singladura, las chicas, entraban en colisión con toda la marinería, dando lugar a todo un repertorio de mareantes embestidas y acoplamientos. Un frenesí lúdico y muy didáctico en el que se invitaba al espectador a recorrer todas las dependencias del buque: los catres de los camarotes, la bodega, la sala de máquinas, el puente de mando y el entarimado de la cubierta. El trabajo fue presentado en la 21ª edición del “Festival Internacional de Cine Erótico de Barcelona”. La crítica no escatimó elogios. La revista “Turia”, en su apartado “Culturas Alternativas”, insertó una larga y laudatoria reseña sobre las protagonistas. En su artículo, un tal Álvaro de Cos ensalzaba a la pareja manifestando su convencimiento de que, a partir de aquella cinta, la industria cinematográfica del cine X contaba con dos “estrellas emergentes”.
   Durante la gala del estreno, como fondo de escenario, dos nombres, Anita Loos y Bonnie Martínez, aparecían escritos en grandes caracteres con letras mayúsculas. Ana se sintió más desnuda y afortunada que nunca, uno de los seres más admirados y mimados del mundo. Fue objeto de todas las miradas, una musa que rutilaba con luz propia. Mientras los abrazos, los halagos y las felicitaciones le llovían de todas partes la joven actriz no pudo dejar de recordar la cartillina, a la abuela Justa, a sus padres. Gracias a la perseverancia familiar, ella, había alcanzado su sueño. Un día de estos tendría que llamarles…
 



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